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Escrito por Gareus.

Capítulo uno: Shorel'aran, Shan'do.

Los rayos del caluroso y matinal sol desaparecían para dejar paso al crepúsculo sobre las arenosas tierras de Silithus, el desierto bajo el poder de los qiraji durante miles de años hasta que decidieron invadir el mundo durante la Guerra de las Dunas.

En la ruinosa muralla del Fuerte Shan'kal, una kaldorei observaba como las lunas subían por el cielo, lenta pero inexorablemente, con una belleza terrible, aunque amada por la Centinela. Cada hora, recitaba una oración en darnassiano: la primera daba la bienvenida a la Diosa al mundo, y así sucesivamente hasta el amanecer, en el que debía despedirse de las lunas y dar una bienvenida a Belore de la misma forma, pero sin tantas oraciones.
Mientras la noche se cernía sobre el mundo, las Centinelas vigilaban incansablemente las arenosas dunas del desierto, ahora gélido tras la llegada de la grácil oscuridad. Observaban en silencio el desolado erial, con su visión nocturna con la cuál eran capaces de ver todo nítidamente, como si fuera de día, por lo que los silithidos ya no atacaban bajo el amparo de la noche, puesto que era inútil.
La kaldorei murmuraba con fervor las palabras de la oración, erguida en su puesto, con el arco en la mano izquierda y el carcaj darnassiano en la espalda violácea, repleto de flechas de plumas de lechúcico, recogidas por ella misma en Feralas antes de partir a la sección de las Centinelas llamada “Vigilia de las Arenas”. Aún no había usado muchas, puesto que en el desierto no habían peligros desde la Guerra de las Dunas, pero no descuidaban su incansable vigilancia ni un momento. Según la superiora del ejército de las Centinelas, lucharía por la tierra de las estrellas imperecederas, defendería el reino de los kaldorei, y frenaría al enemigo que amenazaba con destruir la frágil paz que el pueblo darnassiano había logrado. Sin embargo, apenas atacaban los silithidos, y salvo las más veteranas de la Vigila de las Arenas habían visto un qiraji en acción. El servicio en el frente de Silithus era de diez años, y ella solo llevaba ahí tres, y aún no se acostumbraba a vivir entre tormentas de arena, más arena y el hedor de los criaderos de los silithidos, que estaban cerrados. Al menos, tenía la compañía de las Centinelas, el mejor ejército kaldorei de todo Kalimdor; y ni siquiera los durmientes druidas podían hacerles frente, o eso decían.

Así era su vida. Repetitiva en extremo, alternando entre vigilia y descanso. De vez en cuándo, leía un poco de los libros que la líder del reducido grupo de Centinelas de Shan'kal le ofrecía. El fuerte Cenarion estaba a bastantes kilómetros del lugar, por lo que las noticias eran escasas y apenas recibían material y comida necesarias para sobrevivir en el desierto. Les habían llegado rumores de seres brutales de pieles verdes que habían llegado a Vallefresno, y también escucharon que unos seres más pequeños y con la piel clara, embutidos en acero, habían llegado con los pieles verdes. Recordó a su padre, el herborista Elthe, que vivía en Feralas y había estado muy orgulloso de ella al haberse marchado con las Centinelas, pero, en cambio, su madre Lirene, antaño Centinela, había fruncido el ceño, y le había explicado que el servicio de las Centinelas era honroso, sí, pero hacía siglos que solo se enfrentaban a amenazas vacuas y pequeñas, que, pese a mucho decir que eran la primera línea de defensa contra el enemigo, no había enemigo contra el que luchar, tan solo inferiores centauros, con sus clanes, los trols menguantes cuyos imperios se desvanecían y crecían de la nada y los jabaespines, que eran enemigos patéticos además de gritones.

Se irguió más aún, al ver que aparecía una centinela de cabellos claros para relevarla de su turno. Ahora le tocaba a ella patrullar durante una hora el círculo que era la agrietada y arenosa muralla del fuerte Shan'kal, una tarea de lo más cansada. Mientras susurraba con voz clara las oraciones a la
Diosa, pensó que iba a terminar mareada de tanta patrulla alrededor de la muralla circular del fuerte. Caminaba con paso pausado, pero firme y tranquilo, digno de una hija de Elune. Portaba el arco pendido en la espalda, y se ajustaba una hombrera de cuero, cuándo de pronto, una dulcísima pero potente voz resonó por todo el fuerte, llamando a cinco Centinelas a formar en el patio de armas.

- Eralie Susurro Eterno, Eliwen Luz del Viento, Laela Ventisca Suave, Niranye Hoja Grácil y Denarys Aliren. - Cuando dijo su nombre, su corazón palpitó con fuerza. Preguntándose para que la requerían, se encaminó hacia el patio, donde la sacerdotisa del fuerte hablaba en voz alta, pero con una dulzura y con cierta pompa.

La sacerdotisa se llamaba Nishune Canto de Plata, y era la mujer más bella que Eliwen había visto en sus tres escasos siglos de vida. Su cabello era de plata fundida, que le caía grácil y suave sobre las líneas definidas y bien proporcionadas de su perfecto cuerpo de piel clara, que parecía esculpido por la mismísima Elune. Su susurrante voz era una oda a la misma Diosa, mientras su sonrisa, en ocasiones pomposa, pero bella, era una brisa suave en el desierto. Sus ojos, dos potentes luces áureas, y sus labios, rojos como la luz del sol poniente. Portaba una corona en la frente, que refulgía con fuerza a medida que movía la cabeza. Eliwen la miraba con admiración mientras hablaba, con sus ojos tenuemente dorados, mientras observaba sus caderas, su cintura, sus senos, su cuello, su faz. Ella era todo lo que anhelaba ser, con toda su alma.
Su dulce voz habló sobre la tarea que iban a realizar las cinco Centinelas fuera, en el desierto, junto con ella. Mientras hablaba, mantenía la grácil sonrisa pomposa, pero no carente de amabilidad, y tenía las finas manos sobre el regazo.
En esa ocasión, llevaba unas togas blancas, cuyo bordado era de hilo de plata, muy suaves, pero resistentes. Eliwen las había tocado una vez, cuando le debía llevar unos objetos a la sacerdotisa, y esta debía de estar ausente, puesto que no la encontró en sus austeras dependencias.

Eliwen era una kaldorei de cabellos violetas que le caían sobre los hombros. Era casi bella como Nishune; solían decirle que era atractiva, pese a que era algo delgada, aunque con formas bien definidas. Sus ojos tenían un tono dorado suave, no tan brillantes como los de Nishune.

- Nos adentraremos en lo más profundo del desierto, mañana por la noche, e iremos hasta las Puertas de Ahn'Qiraj, para reconocer el terreno y detectar posibles anomalías en el lugar. Os recomiendo a todas, Centinelas, que descanséis al alba. Me encargaré de despertaros durante la noche para partir. - esbozó otra sonrisa, y las cinco Centinelas de Elune saludaron con sumo respeto a Nishune y marcharon a seguir con sus guardias nocturnas.

Eliwen ya había estado en otras expediciones, pero nunca con Nishune. No dudaba de que iba a salir todo bien con la sacerdotisa al frente del grupo compuesto por las cinco Centinelas y ella.
Al alba, caminaron todas hacia los barracones, rezaron las oraciones pertinentes, y se tumbaron en las mullidas camas. Eliwen no lograría decir que soñó aquel día, pero una sonrisa estaba trazada en sus rojos labios cuándo despertó. Una vez cayó de nuevo la noche sobre el mundo, llegó Nishune, caminando silenciosamente entre las camas, despertó una a una a las cinco Centinelas que estaban allí descansando, con un golpe suave en el hombro. Eliwen se sobresaltó al ver la perfecta faz de la sacerdotisa ante ella, pero la saludó con respeto, se vistió con las demás Centinelas con los cueros de viaje. Salieron afuera, dónde el sol ya empezaba a languidecer para dejar paso a las Lunas: la Dama de Plata y la Niña Azul. Se suponía que la Diosa vivía en la Dama de Plata, en un palacio de luz de Luna y plata pura.

Para esa misión, la sacerdotisa de la Luna se había enfundado en placas plateadas de Centinela, pero con más ornamentación. En la espalda llevaba un arco repleto de enredaderas cuya cuerda era verde, y un carcaj de color verde con flechas del mismo color y en las dos caderas llevaba dos hojas curvas. Eliwen y las demás se habían vestido con el uniforme de cuero violeta normal.
Puesto que apenas tenían monturas en el fuerte, debían ir completamente a pie, con el consuelo de que no hacía tanto calor que de día.
Al mando del fuerte, estaba la Dama de Guerra Ilrid Finathan, con las treinta y cuatro Centinelas restantes que quedaban, por lo que el fuerte estaría bien protegido en su ausencia. Pese a que la muralla de Shan'kal era antigua, y repleta de grietas, podría resistir un ataque, y antes de que el enemigo subiese la colina arenosa y llegase a la puerta, las centinelas ya los habrían abatido con magistral cuidado.Las seis Centinelas salieron de la fortaleza en mal estado con la espalda erguida y la cabeza bien alta, con los arcos en la espalda y las espadas en las caderas. Ellas eran las Guerreras de la Noche, las Centinelas, pertenecientes la Vigilia de las Arenas. Nishune iba la primera, moviendo sinuosamente las caderas y a su lado, caminaba Eliwen con paso firme, a la cuál le resultaba bastante difícil mover las caderas de esa forma, por lo que ella y sus compañeras caminaban con paso militar. Hablaban en voz baja, y formaban en tres filas: primero iban Eliwen y Nishune, después, Eralie y Niranye, y tras ellas, Denarys y Laela. Sus voces era apenas un susurro en la oscura noche, aunque solo se oían a ellas mismas hablar en voz baja. Eliwen suspiró largamente, observando el camino oscurecido y arenoso, recordó:

- Recuerdo los días dorados y las noches de la plata de la Guerra de las Dunas. Qué gloriosos eran nuestros estandartes, árboles de plata con la media luna argéntea. Los aleteos poderosos de las alas de los dragones, a los cuáles montaban nuestros más avezados arqueros. Pero esos días antiguos ya han pasado, y no es bueno hablar de ellos, ¿verdad, Eliwen? - le sonrió dulcemente
- Así es, lady Nishune. Yo no había nacido por aquellos años, pero mi madre luchó en las Centinelas contra los qiraji. Me ha contado historias espeluznantes sobre ellos. - Eliwen le devolvió la sonrisa a su amable superior. Siguieron charlando sobre el presente, y Nishune descubrió con regocijo que Eliwen y ella eran de Feralas. Hablaron de los bosques verdes, de Eldre'thalas, de las islas que estaban al lado de la costa de aguas claras. La sacerdotisa le contó que ella era aficionada a darse largos baños en una cala escondida de la costa, y que le encantaba nadar en las verdes aguas de la costa de Feralas. Ambas se rieron cuándo le contó a Nishune que le había pedido permiso a su madre para ir a Eldre'Thalas a buscar conjuros de respiración acuática para explorar el fondo marino. La Centinela no sabía que tipo de cualidad tenía la sacerdotisa para caerle bien a todo el mundo, pero sin duda, era muy útil. Siguieron charlando sobre el presente, pese a que no ocurrían demasiadas cosas en Shan'kal. Le contó que la centinela Erindyr era su mejor amiga, y que esperaba que las acompañara en el próximo grupo de exploración.

Durante horas, la bella kaldorei no pudo hacer más que sentirse segura con Nishune, y caminaba arropada en la dulce voz de la sacerdotisa. Sin embargo, no se descuidaba en ningún momento, siempre estaba alerta.

Nishune también habló con Eralie y Niranye. Ellas dos eran bastante agradables, tanto a la vista como a la plática, por lo que charlaron (alerta) durante horas. Eliwen hablaba en ocasiones, y Laela intervenía regularmente para aclarar puntos. Denarys, que había llegado hacía unos meses, apenas hablaba, y las observaba con su mirada hosca y taciturna. Mientras Eralie y Niranye destacaban por sus dotes como exploradoras, y Laela como historiadora del grupo, Denarys era silenciosa, aunque manejaba el arco aceptablemente, y era rápida como un lince.

Al caer el día, montaron un campamento junto al camino, y prepararon la cena frugal: Verduras, básicamente, pero Eliwen estuvo de acuerdo con las demás de que eran deliciosas.
Se repartieron las guardias, y tras charlar un rato, Eliwen desplegó su tienda y se tumbó a dormir. La primera guardia le tocaba a Niranye, por lo que las demás durmieron apaciblemente, pero atentas a cualquier sonido de la noche. Aquél día no soñó con nada, y lo último que vio fue a Nishune en el centro del campamento, sentada y susurrando una canción que decía así:

“Athra-sil, sil Azshara,
Quel'dorei, elros Nordrassil,
Elune-adore. Anu'elore, nil,
Zin'Azshari, belu'na, shindu'fala-na,
shorel'aran. Shorel'aran, athra-sil.
Eluren no'quel'dorei, ash-alirna,
sil'ash'aran, kaldorei, shorel'aran Nordrassil.
anu'Elune de'la na. Quel'Dorei, kaldorei,
ashan-adore, lorias no Belore, Elune-adore,
Shorel'Aran, quel'dorei, shorel'aran Shan'do.”

Atardeció, y continuaron caminando bajo el amparo de la Diosa, amaneció, y descansaron en sus tiendas, volvió a atardecer y a anochecer, y siguieron la misma rutina, caminando por la noche y durmiendo por el día.

CAPÍTULO DOS: Sil'ashan.

Hasta que un día alcanzaron las grandiosas puertas de Ahn'Qiraj. Unas raíces reforzaban la entrada al Reino Caído, y tras aposentarse al lado de las puertas patrullaron alrededor de la muralla durante horas, sin notar nada fuera de lo normal en las abandonadas puertas de Ahn'Qiraj. Eliwen caminaba nostálgica por el lugar, recordando la gloria de los días pasados, sola, aunque a veces otra Centinela la acompañaba. Las demás iban en grupos de dos por las murallas, impecables y arenosas, resistentes y aún orgullosas al paso de los milenios, conteniendo la amenaza de los qiraji.

Al llegar el alba, desplegaron sus tiendas de campaña en la arena, colocaron los clavos, y tras charlar sentadas alrededor del centro del campamento, se acostaron en sus sacos de dormir, salvo, obviamente, la que tenía que vigilarlas durante dos horas, que en esa ocasión fue Denarys, siempre silenciosa y hosca.

Mientras el calor abrasaba terriblemente a Eliwen, sus largas orejas detectaron pasos en la arena, aún lejos. Eran silenciosos, pero no lo suficiente para sus orejas élficas, y salió de la tienda a tientas, buscando su espada cuándo vio que una feroz explosión se materializaba en el centro del campamento de las Centinelas, de pronto. Las tiendas violetas empezaron a arder, y rápidamente, éstas tomaron sus armas y salieron afuera, con un orden forjado en los años de entrenamiento que habían recibido. Una tormenta de arena se levantó de la nada, y enseguida cubrió el sol, pero no había rastro de los enemigos en ninguna parte. Por encima del clamor de las arenas, escucharon la potente voz de Nishune:

- ¡Alerta, hijas de Elune! ¡Qué la Diosa nos de fuerzas! - la sacerdotisa se erguía orgullosa en la formación círcular, entre Eliwen y Niranye. - ¡Estos impíos no podrán detener la luz de la luna!

Un cuerno sonó en la lejanía. Otro cuerno en la lejanía, en la otra parte del campamento. Sonaron tres veces, y las Centinelas vieron, a duras penas, fuegos dentro de la tormenta de arena, con formas difusas y danzantes.
Los instantes antes del combate fueron los peores de la vida de Eliwen. ¿Cuándo atacarían? ¿Cuántos serían? ¿Qué serían? De pronto, cuatro seres bajos y encorvados de piel clara azulada aparecieron ante las Centinelas, armados con mazas y cuero. Los seres cargaron contra ellas, con un grito de guerra en un extraño lenguaje que no comprendían. Mientras tanto, varias bolas de fuego chocaron contra las centinelas en la espalda o en el pecho, y la inteligente Laela empezó a arder, mientras gritaba de angustia, y las demás defendían el perímetro con sus espadas curvas, mientras Niranye, Eliwen y Denarys trataban de acribillar con sus flechas a los hombres pequeños, Nishune y Eralie las cubrían. La kaldorei ardiente, entre gritos, se sumergió en la tormenta de arena. La voz de Eliwen resonó por todo el campamento, entonando una oración breve por el alma de Laela.
Nishune logró abatir a un trol antes de que Eralie cayera muerta en el suelo, en un charco de su propia sangre, roja, muy roja. Su bella faz era ahora una pulpa sanguinolenta, pero Nishune logró abatir al asesino trol de su compañera, blandiendo la última espada que le quedaba con las dos manos. Mientras lo mutilaba gritando de ira, notó que tenía una herida sangrante en el costado.
Sintió la presión de Nishune que la había cogido por el pecho y la había obligado a retroceder. Las tiendas de campaña aún ardían, provocando un humo denso y oscuro. Denarys lanzaba flechas por doquier, y Niranye, con un grito de guerra, cargó contra una de las formas ígneas que aparecían en medio del clamor de la tormenta arenosa.

- Tengo un plan. Quedaos quietas y cerrad los ojos. - Eliwen obedeció, notando una suave mano de Nishune en su pecho, apretándola contra sí. La sacerdotisa, con la mano libre, se arrancó el collar en forma de media luna del cuello, y gritó unas palabras en darnassiano. Una gran oscuridad cayó sobre la zona, puesto que el sol había desaparecido en un extraño y fortuito eclipse.

Entonces, las tres kaldoreis corrieron más que nunca, mientras la arena les golpeaba el cuerpo sin compasión. Escuchó el sonido de unas placas desprenderse y caer a las dunas, y ella y Denarys hicieron lo mismo con sus aparatosas hombreras. Corrieron ellas tres solas por todo el largo desierto de Silithus, perseguidas por un trol que gritaba en su idioma.

Capítulo tres: Shin'du fala-na irune.

No sabría decir cuándo había caído rendida a las dunas del desierto, pero sí recordó que Nishune y Denarys la habían arrastrado a duras penas hasta llegar a unas cordilleras arenosas. Denarys había logrado encontrar una cueva extrañamente húmeda y vacía, en la cuál se escuchaban gotas de agua caer al suelo, lentamente. Ese sonido la recibió al despertarse. Bostezó y no pudo erguirse. Cuándo abrió los ojos, se vio a si misma tumbada en una túnica blancas de hilo de plata, y vio la bellísima cara de Nishune, que sonreía débilmente al ver que se había despertado ya. No pudo contener las ganas de abrazar a Nishune, y eso hizo durante un largo momento. Tras el abrazado, Eliwen se miró la improvisada venda de su costado. Parecía un trozo de túnica blanca, colocado allí con el máximo cuidado para frenar la herida que tenía. La venda improvisada estaba rojiza.

- ¿Cómo... cómo hemos llegado... aquí? - le preguntó Eliwen, sudorosa y tratando de recordar todo lo que había pasado.
- Denarys encontró esta cueva en la cordillera. Entramos, y estaba vacía. Hay un paso que se extiende más en la lejanía, y ella ha ido a explorarlo. No tardará en volver. Han muerto todas menos nosotras tres. Fue culpa mía... -Nishune bajó la cabeza.

De pronto, Eliwen recordó todo: los trols en medio del día, las bolas de fuego en la tormenta, la oscuridad, sus hermanas centinelas gritando de dolor, y también lloró amargamente su pérdida. Recordó a Eralie, que luchaba con una sola espada, a Niranye, que era muy hábil con el arco, y a Laela, la cuál era muy inteligente e iba siempre con un libro en las manos. Recordó como Laela había ardido, como la maza del trol impactaba contra la agraciada faz de Eralie, y como Niranye había cargado contra la tormenta de arena blandiendo sus dos cimitarras, con la sangre en la cara, gritando por la venganza. También recordó como las tres corrían por el desierto en medio de la noche, de como Eliwen había abatido al trol que las perseguía con sus manos, usando un arte marcial kaldorei y también recordó cuándo se desmayó y de como la habían cargado hasta la cueva.

- Han muerto... ¿todas salvo nosotras? - se echó encima de Nishune de nuevo, cuándo asintió y ésta la acunó contra sí, abrazándola, y observando la tormenta de arena que se podía ver en la entrada de la cueva. Miró toda la caverna, analizándola, y se dejó acunar contra el pecho de Nishune. Cerró los ojos y durmió de nuevo, tratando de olvidar lo pasado. Sin embargo, su sueño fue acompañado por los gritos de dolor de sus compañeras Centinelas en el crepúsculo. La despertó Denarys, que acababa de llegar del fondo de la cueva. Observó a las dos kaldoreis y Eliwen la saludó tristemente.

- Si cruzamos toda la cueva, llegamos a una pequeña península con un árbol y que da al mar. Si logramos hacer una caña, podemos intentar pescar algo, por qué no tenemos comida y no hay más que setas aquí dentro. - hablaba con una voz muy susurrante, y en ocasiones se quebraba, pero seguía hablando.

- Denarys, te seguimos. - contestó la sacerdotisa. Eliwen se puso en pie, puesto que ya estaba despierta, y siguió a Nishune y a Denarys a través de la cueva. Caminaron un largo rato por resquicios angostos, en ocasiones a gatas, y no vieron más que gotas de agua caer y setas con pintas tóxicas.

Cuándo salieron a la pequeña península, se quedaron maravilladas las tres al ver de nuevo el mar, en el que un sol gigantesco se escondía y la luna empezaba a salir. Había un árbol grande, y varias ramas tiradas en el suelo. Eliwen logró hacer un fuego cuándo cayó la noche, y empezó a fabricar una caña de pescar con hilo de su destrozada toga y una rama del gran árbol. Nishune la observaba, apoyada en el árbol, sin sueño alguno, y Denarys vigilaba la entrada de la cueva, por si venía alguien, con la mano en la espada. Eliwen y Nishune empezaron a hablar sobre los trols y el ataque al campamento, cuándo Denarys habló por primera vez en un largo rato:

- No solo eran trols. Habían otras razas. Orcos. - escupió al decir la palabra, y de pronto, toda su aura de seguridad se desvaneció en el aire. Empezó a hablar, y Nishune y Eliwen la escucharon sin interrumpirla. - Yo era del puerto de Nandis. Apenas recuerdo mi hogar claramente. Me alisté en las Centinelas, y estuve destinada en Vallefresno. Una vez, en la entrada del bosque, vi por primera vez a los orcos. Son seres monstruosos, verdes, y estúpidos, pero con cierta audacia primitiva. Éramos tres Centinelas, y empezamos a decirles desde las sombras de los árboles que se marcharan. Nos reímos de ellos, y ellos se atemorizaron, pero se armaron con hachas y empezaron... empezaron a talar nuestros sagrados bosques. ¡Maldita sea, eran árboles milenarios! Los hostigamos durante su tala, matamos a sus recolectores, pero cada vez que matábamos uno, aparecían dos. Recuerdo como cogieron a Ilannia, y escuchamos sus gritos de dolor toda la noche. Al día siguiente, cayeron sobre nosotras dos y un trol mató a Kalea con un dardo. A mí me cogieron por los brazos, y me llevaron a su campamento, dónde me encerraron en una jaula y me ataron con cuerdas. Me hablaron en su gutural lengua, y yo no los entendía. Preguntaban, y no podía responderles. Cuándo terminaron de balbucir en su idioma, me creí que me habían dejado en paz, pero llegó su líder... y me tomó toda la maldita noche. Le grité que parara, pero no paró. Grité de dolor, intenté matarlo a cabezazos y patadas, pero no pude. Un día, el campamento se levantó. Por aquél entonces, yo ya estaba dispuesta a morir, cuándo la justicia cayó sobre ellos. Los acribillaron a flechazos, y me salvaron mis compañeras Centinelas. Desde entonces, me prometí que jamás dejaría el ejército y que procuraría que no le pasara eso a nadie más. Me mandaron a Silithus. - terminó con rencor, afilando la espada.

Eliwen y Nishune miraron a Denarys, sorprendidas por su larga plática, pero habían escuchado todo atentamente, y le dijeron que lo sentían y lo que se solía decir en aquellos casos. Nishune le comentó que sabía como se sentía: unos orcos habían irrumpido en un templo de Vallefresno en el que estuvo destinada unos meses, y les hicieron lo mismo a las sacerdotisas, salvo a ella y a un par que lograron huir a Astranaar. Desde allí, la habían mandado a Shan'kal. Siguieron charlando toda la noche sobre el pasado, aunque en ocasiones, Denarys hacía gestos de dolor y se llevaba una mano al estómago. Eliwen intentó acercarse a ella, para ver si la pasaba algo, pero ésta le indicó que se alejara, que no era nada.
Al día siguiente, Denarys murió. Tenía una herida en el estómago, y no se la había mostrado a nadie, hasta que se infectó. Le suplicó a Eliwen el don de la piedad, pero se lo negaron. Los kaldoreis solían aborrecer el suicidio, pero por suerte, la muerte le llegó pronto. Denarys murió con lágrimas en los ojos, pero no eran de dolor. La bella sacerdotisa de cabellos argénteos empezó a realizar los sacramentos al cadáver de la Centinela.

Ahora está con la Diosa en la Dama de Plata, bebiendo en cálices argénteos. Qué la Diosa la proteja en las praderas blancas. Ahora tu vigilia ha terminado. - murmuró las palabras con mucho pesar, y se arrodilló ante el cuerpo de Denarys, le besó los labios y se despidió de ella. Eliwen hizo lo mismo que la sacerdotisa.

Ahora tu vigilia ha terminado. - susurró Eliwen con un hilo de voz.

Lograron hacer una tumba en condiciones bajo el gigantesco árbol, y allí enterraron a Denarys, en la oscuridad de la noche. Aquella noche, Eliwen no logró conciliar el sueño, y la dulce sacerdotisa tampoco pudo. A media noche, ambas se levantaron, acercaron a la playa, y en silencio, se sentaron en la arena. Hablaron de Denarys, de Laela, de Niranye, de Eralie, de ellas mismas, del pasado, del presente y del futuro.

- Recuerdo que Eralie me enseñó a defenderme con una sola espada, durante aquellos bellos días en los que acababa de llegar a Shan'kal. También recuerdo que Laela y yo estuvimos meses tratando de aprender el idioma fúrbolg de un libro de la Dama de la Noche de la unidad. También recuerdo que Niranye y yo solíamos practicar tiro con arco, y solíamos romper nuestras propias flechas con otras. - Nishune era una mujer capaz de escuchar, y apenas hacía comentarios, pero se le notaba atenta por su mirada. En ocasiones, preguntaba diversas cosas, pero muy pocas. Tras terminar de hablar Eliwen, habló ella.
- Recuerdo el día en que llegué a Silithus, después del incidente de los orcos. Tú y Niranye estabais entrenando en el patio con vuestros arcos, e Ilrid me presentó a vosotras dos. Vuestra sonrisa fue suficiente recompensa por haber cruzado el desierto, la selva, y otra vez el desierto. - Eliwen sonrió levemente, y siguió hablando de todas y cada una de las Centinelas de Shan'kal.

De pronto, un temblor sacudió la tierra. Eliwen se puso en pie y corrió hacia dónde estaban sus cimitarras, las cogió, le lanzó una a Nishune, que la sujetó con fuerza y ambas miraron la entrada de la cueva. Otro temblor, y otro que lo precedió hicieron que un montón de rocas cayeran en la salida de la península.

- ¡NO! - gritó, desesperada Eliwen, la cuál corrió hasta la salida y trató de apartar varias rocas, pero eran demasiadas, y con su fuerza apenas pudo mover las más grandes. Nishune observaba con la mirada perdida las rocas de la cueva. - ¡Estamos atrapadas! ¿Cómo vamos a salir de aquí?
- Si hubiéramos salido por ahí, quizás nos hubieran atrapado... espero que la Diosa nos dé fuerzas... y ayuda. - Nishune hablaba tranquilamente, pero con la mirada ausente. Caminó con suavidad, sin hacer ruido, hasta la playa, y se sentó de nuevo en la arena. Desesperada, Eliwen trató de apartar más rocas, pero era imposible, y así estuvo varias horas, hasta que se acercó hasta Nishune y se tumbó en la arena. Empezaron a hablar de nuevo.
- Lady Nishune... sería un gran honor... para mí que me contarais vuestra vida. - Eliwen hablaba sin fuerzas, pero parecía interesada en conocer la vida de su superiora. La miró con curiosidad, y Nishune asintió con una sonrisa que mostró sus perfectos dientes blancos.

“Do'farador no Eliwen Nor'Elune.
Nací en Suramar, y viví allí unos años, hasta alcanzar la edad madura, cuándo nos trasladamos a la gloriosa capital de Zin'Azshari, hace miles de años. Mi señor padre era un Guardia de la Reina, y lo recuerdo claramente, era un hombre altísimo y muy fuerte, y me solía sujetar en brazos, embutido en su armadura dorada.
Mi madre era una doncella de la Reina Azshara, y estaba preocupada por las terribles noticias de un tal Lord Sargeras y su alianza con su Gloriosa Majestad. Recuerdo a mi padre y a mi madre hablar de ello en una habitación oscura de piedra, yo en el regazo de ella. Era muy bella, de cabello blanco, lo que indicaba su pureza de sangre, y se llamaba Anyria. Mi padre se llamaba Filthare. Me empecé a instruir como sacerdotisa, hasta que un día, preocupados por lo que parecía ser una invasión demoníaca, me cogieron, y nos marchamos de la gloriosa Zin'Azshari. Recuerdo los estandartes de Azshara ondear al viento mientras sus nobles magos preparaban portales de demonios por toda la dorada y blanca urbe. Por aquellos tiempos yo ya había superado la madurez, y ya tenía cuerpo de mujer, por lo que me dolió dejar parte de mis vestidos allí. Ambas se rieron.
El día después de nuestra precipitada marcha, echamos la vista atrás y vimos un haz de luz verde muy poderoso salir de la zona del Pozo de la Eternidad, y espoleamos con más fuerza a nuestras monturas. Recuerdo que mi padre se detuvo y vio a unos seres alados perseguirnos. Gritó:

- ¡Yo los contendré! - gritó, con su estentórea voz. De héroe, le dije a mi madre.

Recuerdo que esa fue la última vez que lo vi con vida, cargando en su hipogrifo contra los demonios, con la espada en alto, la cuál brillaba con fuerza ígnea, y con el escudo en la mano izquierda, luchando contra los demonios con bravura. Años más tarde, le enseñé un dibujo de mi padre a mi madre, y se echó a llorar. Aún lo guardo entre mis posesiones más preciadas, lo tengo aquí. Nunca me separo de él.

Mi madre y yo íbamos lo más rápido que podíamos en los hipogrifos, y mi padre había contenido a los demonios para propiciar nuestra huida. Alcanzamos Feralas a los pocos días de nuestra huida. Aún así, desde el aire, vimos los estragos que la Legión de Fuego había realizado. Bosques y ciudades quemados, pueblos en cenizas, soldados muertos... una masacre total al mundo. Al llegar a Feralas, nos establecimos en nuestro viejo hogar, el Bastión Plumaluna, dónde vivimos muchos años las dos, en paz.

Muchas veces, mi madre se marchaba con las Centinelas y me dejaba sola con vecinos y amigos. Según ella, a terminar la guerra que había empezado la Reina. Murió en una batalla en Vallefresno, por una herida de un fatídico Señor de la Fatalidad. Estaba defendiendo el paso de Frondavil en esos momentos contra un grupo de demonios.

Tras la devastadora guerra, estuve entrenando durante muchísimo tiempo con las Centinelas, dónde aprendí a manejar el arco, a hacer mis flechas, a ser dura como un glaciar, a ser vigorosa y fuerte como el fuego, a manejar las espadas, a usar las ballestas, y a acabar con los demonios restantes.

Tras tres milenios de constante vigilancia, me entregaron al Templo de la Luna, allá dónde fui instruida en las artes de Elune, tal y como había sido el propósito de mis padres. Allí aprendí a tocar el arpa, la flauta y el laúd, las doctrinas de la Diosa, y todo lo que soy, lo forjé allí, bajo la atenta mirada de las Sacerdotisas de la Luna y los rayos de la Dama de Plata y la Niña Azul.

Tiempos de paz, tiempos felices. ¿Y ahora, qué ocurre? Orcos en el este, trols en el sur, esos extraños hombres de acero con los orcos... Tiempos nuevos, y me temo que serán tiempos complicados para nuestro glorioso pueblo.

Pero, juro por el firmamento en constante cambio, que nuestros enemigos morirán gritando.”

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