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Cartel del Panda Café

La estampa no podía ser más bella… ni tampoco más triste. Un pandaren cargado con una cesta de mimbre a rebosar de manzanas caminaba por las calles empedradas de la ciudad de Ventormenta.

Era un día maravilloso. El sol lucía en lo más alto mecido por unas nubes coquetas que parecían hechas de algodón y los parterres rebosaban de flores, cada cual de un color más intenso que el anterior. Los pájaros piaban contentos en los salientes de las ventanas y prestaban su alegre banda sonora a los transeúntes.

Nuestro protagonista era uno de esos, justo en ese mismo instante pasaba bajo un alfeizar en el que estaba posado un ruiseñor que entonaba su deliciosa canción de primavera. Pero lejos de mostrarse agradecido, el pandaren frunció más si pudo el ceño y resopló con tal malestar y amargor que espantó al tierno pajarillo. No es que JinShu no apreciase las bondades de una naturaleza doméstica como aquella, sino más bien lo contrario. Para JinShu los cedros del distrito de magos no eran tan magníficos como los cerezos de su aldea natal, la hierba no era tan verde ni tan fresca… tampoco los pájaros parecían cantar con la misma musicalidad y distinción. En resumen: JinShu extrañaba su hogar desde lo más profundo de su corazón.

El pandaren llevaba trabajando unas semanas como jornalero en una de las granjas limítrofes de la ciudad y a veces también hacía recados al dueño de las tierras. Cada mañana, JinShu se paseaba por todas las tabernas para repartir los pedidos de frutas y hortalizas; el día en que todo cambió, se dirigía al Cerdo Borracho, situada en el mismo centro de la ciudad.

JinShu llevaba mucho tiempo fuera de casa, tanto que se le habían olvidado los pequeños detalles de su entrañable hogar. Ya no recordaba como olía su jardín de cantaflores en las noches de verano y tampoco se acordaba del sabroso vapor de los pastelillos de carne de su madre. ¡Y mucho menos recordaba las risas a la hora de la cena! ¡Qué escandalosas le parecían entonces y cómo las echaba de menos ahora! Es una cosa terrible olvidar la voz de aquellos a los que amas.

Pero él sabía que no podía abandonar ahora. La modesta cervecería de su familia tenía problemas para subsistir y dependía de que trajese nuevos sabores con los que mezclar el néctar dorado. Aún le quedaban unas semanas más hasta reunir el oro suficiente para zarpar hacia Darnassus; y aunque era un joven laborioso que no dejaba de trabajar de sol a sol, los días se le hacían tediosos y aburridos.

JinShu se sentía solo. En la capital de la Alianza la gente sonreía menos y gritaba más. Cuando el primer globo salió de la Isla Errante estaba a rebosar, así que pensó que encontraría otros pandaren instalados en la ciudad; pero si los había debían haberse ido hace mucho tiempo, nunca los había visto. La nostalgia había agriado el carácter de nuestro mozo y si se hubiese visto en ese mismo instante en un espejo, se habría dado cuenta de que no había mucha diferencia entre aquellos extraños a los que tanto criticaba para sus adentros y él. ¡Pobre JinShu!

Habían rechazado una docena de sus manzanas en la taberna cuando decidió atajar por una de las callejuelas para llegar antes a su próximo destino. Gruñó mientras caminaba airado por el desmán; tan ensimismado iba en su nubarrón de mal humor e ira que chocó sin darse cuenta.

JinShu iba a soltar toda una retahíla de improperios poco ingeniosos contra aquel ciego que no había visto a una mole peluda de aproximadamente dos metros ir hacia él… o en este caso hacia ella. En el suelo estaba tirada una pandaren de pelaje color chocolate que lo miraba consternada. JinShu cambió rápidamente de parecer.

- ¡Lo siento, lo siento muchísimo! No miraba por dónde iba, he sido un estúpido. ¿Te ayudo a levantarte?

Dejó caer en el suelo rápidamente su cesto de frutas y ofreció el brazo a la chica. A su mirada no pasaron desapercibidos unos ojos del color de la miel grandes y encantadores… cómo tampoco lo hicieron unas curvas bien dispuestas bajo un vestido tradicional del color de la lima y un delantal. Ella se rió, pues no parecía darle mayor importancia al descuido; se ayudó de la zarpa que le ofrecía para ponerse en pie y recogió la escoba que había caído con ella.

- ¡Tranquilo, tranquilo! No ha pasado nada. Yo tampoco estaba atenta, así que supongo que también es culpa mía. ¿Estás bien…?

- ¿Yo? ¡Claro, claro! Lo siento una vez más. ¿Seguro que no te has hecho daño?

La joven giró con gracia sobre sus talones y dibujó una sonrisa tan radiante en sus labios que JinShu sonrió también por contagio. Por todos los pandaren es sabido que no hay nada más pegadizo que el buen humor. No obstante… por el rabillo del ojo se percató de que el lazo de una de sus delicadas sandalias estaba rota.

- Tu sandalia…

- Oh, no pasa nada. Supongo que puedo arreglarla.

La joven se encogió de hombros y se sacó el zapato con delicadeza para hallar un diagnóstico; JinShu tenía razón, uno de los cordeles se había roto. Trató de hacerle un nudo para zanjar rápidamente el problema, pero no lo consiguió. De vez en cuando, durante el proceso fallido, alzaba la mirada hasta nuestro zagal y se mordía los labios por la vergüenza. 

¿Qué pensaría aquel apuesto desconocido de una pandaren adulta que no sabía hacer un nudo? Lo que no se le pasó por la cabeza fue que aquel desconocido encontrase terriblemente adorable su manera de azorarse por nimiedades. Dejó de luchar contra la zapatilla cuando la zarpa del forastero se posó sobre la suya.

- Yo… soy mañoso con estas cosas. Hagamos un trato: yo te arreglo la sandalia y tú… tú me invitas a un té.

- ¡Trato hecho! ¿Cómo sabías que tenía una cafetería?

JinShu la observó con ojos de incrédulo, él no sabía nada. Podría haberle dicho cualquier otra cosa, de hecho… podría invitarlo a cenizas, que él muy gustosamente aceptaría.

-Oh… ¡No lo sabía! ¡Ha sido pura casualidad! ¿Está muy lejos? Quizás me lleve algo de tiempo arreglarte la sandalia.

- ¡Eres demasiado amable! ¡Ven conmigo, te llevaré hasta el Panda Café! ¿Has desayunado?

Los dos pandaren se marcharon de aquel callejón y llegaron en pocos minutos al lugar donde estaba la cafetería. El recoveco en cuestión era un sitio encantador: con más flores en sus macetas que en cualquier otra calle y un cartel hecho de madera con la forma de un panda dormilón dónde figuraba su nombre.

Nada más poner los pies en el umbral, a la trufa de JinShu llegó el dulce aroma de unos bollos de leche recién horneados. Tuvo que inclinarse ligeramente por la puerta para poder entrar y eso desencadenó una sucesión de disculpas por parte de la humilde propietaria y la promesa de que arreglaría el inconveniente para que pudiese volver sin miedo a golpearse en la cabeza al entrar.

El interior de aquel local era un sitio confortable y acogedor. Las paredes estaban recubiertas de paneles de madera y el techo tenía enormes vigas de las cuales colgaban farolillos de papel de muchos colores. JinShu recordó cómo había ayudado en su aldea natal a pintar los farolillos que decoraban las calles durante los festivales cuando era más joven. Ahí había tantos y con dibujos tan diversos que debía de tratarse del fruto de muchos meses.

Había varias mesas bajas cubiertas por manteles de flores y una barra muy coqueta sobre la que estaban repartidas algunas velas, tazas y teteras sin orden ni concierto. Al fondo, tras un biombo con un hermoso paisaje hecho con acuarelas, creyó ver al responsable del dulce aroma que hacía rugir a su estómago: un majestuoso horno de piedra.

La afable pandaren lo había empujado hasta una de las mesas y prácticamente lo había obligado a tomar asiento. Él obedeció y se quedó allí mientras maniobraba con la sandalia. Por primera vez en varias semanas respiró hondo y sonrió sin motivo. Aquella cafetería no era el caparazón del honorable Shen-zin-Su, pero era lo más parecido que había visto en meses. La habitación estaba impregnada de la esencia de la cultura pandaren y había objetos familiares esparcidos por allí y por allá.

La muchacha volvió con una bandeja labrada de cobre sobre la que había dispuesto una tetera de cristal con agua caliente y un cuenco con deliciosos panecillos de leche en forma de conejitos.

¡Qué detalle tan encantador! Sus ojitos estaban pintados con sirope de fresa y estaban todos dispuestos en círculo como si estuviesen en algún tipo de reunión secreta solo para conejitos de repostería. Dejó los recipientes sobre la mesa y echó dos cucharillas de té verde en la tetera; como esta era traslúcida, su inesperado huésped pudo ver como las hierbas la coloreaban lentamente de verde musgo.

JinShu pensó que quizás disfrutaría de las semanas que le quedaban en Ventormenta, pero no fue justo hasta que el aroma amargo del té llegó a sus fosas nasales cuando lo supo: estaba en casa.

Arregló la sandalia tras pasar hábilmente el lazo por su hueco correspondiente en la suela y haciéndole un nudo tan diminuto que era imposible verlo sin fijarse atentamente. La colocó en el suelo con tal reverencia, que podría haberse tratado del digno tesoro de un emperador en lugar de una vulgar zapatilla. La pandaren calzó su sandalia recompuesta y apretó la bandeja contra su pecho. Volvió a girar sobre sus talones como lo había hecho antes y cuando frenó en seco lo sonrió con regocijo.

- Bienvenido al Panda Café.

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